LA HISTORIA DE SILVERIO
Silverio como todas las
tardes, regresaba a las siete de la noche de un paradero de microbuses, donde
vendía bolsas plásticas, papel higiénico y servilletas. Era de avanzada edad
pero debía trabajar duro para sobrevivir pues vivía solo y no tenía quien vele
por él.
Trabajaba de
comerciante ambulante. Se ponía un poco de mercadería en la espalda y la otra
parte de mercadería en la mano izquierda y con la derecha sostenía su bastón
que le servía de apoyo y se ponía a ofrecer su mercadería: a los transeúntes, a
los choferes de los carros, a los restaurantes. Pero muchas veces era ignorado,
maltratado o confundido con un delincuente por tener una apariencia un poco
descuidada y humilde: vestía un pantalón añejo que le quedaba ya muy alto, una
chompa gris rota y unos zapatos viejos que
no tenían pasadores que además de tener ya muchas rajaduras, estaban
empolvados, pues en el camino a su casa había lugares de tierra que debería
cruzar, además que vivía en lo alto de un cerro donde el piso era de tierra y
polvo.
Luego de terminar con
la venta de sus productos, todos los días, a las siete de la noche se dirigía a
su humilde casa que quedaba muy lejos en el cerro. Para llegar allí, debería
caminar un largo trecho y así iba por toda la avenida caminando.
Se le veía tan
solitario y huérfano con sus bolsas, solo lo acompañaba su fiel perro Tato quien iba delante
marcándole el camino.
Cruzaba un largo y
viejo terreno abandonado, luego, un paradero de motos, después un grifo y luego
cruzaba un peligroso desvío en forma de “u” que era un cerro de tierra que
sobresalía en la pista por el que
cruzaba por el borde con mucho cuidado pues allí no había vereda y los
carros pasaban a velocidad con riesgo de arrollarlo y para colmo esa zona era
muy oscura.
Su silueta apenas se
veía, por la falta de iluminación, cuando cruzaba esa parte rocosa, y al terminar de cruzarla, guiado por su
perro y acompañado de su bastón, su figura se iba perdiendo, pero él seguía su
camino al dar la vuelta de ese desvío peligroso guiado por su perro, hasta
llegar a la pequeña choza en un cerro alto donde vivía al lado de su fiel
perro. Allí comía en solo, allí pasaba sus penas solo, allí la soledad le
calaba los huesos. Miles de pensamientos de suicido también le rondaban como
perros rabiosos.
Pero Silverio no fue
siempre pobre, ni fue siempre una persona solitaria.
Él hace muchos años
tuvo una esposa que lo trataba con amor y dos hijos varones que él amaba con
devoción y además tenía un buen trabajo
como empleado de un negocio de imprenta, pero desde que su esposa cayó enferma
con un cáncer terminal, su vida tranquila y feliz, había cambiado radicalmente.
Ya no sonreía como antes, tenía que atender a su esposa, tenía que trabajar en
otro lado para comprarle las medicinas.
De otro lado sus hijos
a quienes había dado buena educación se volvieron un poco huraños, lo primero
que hicieron cuando su madre murió, fue reclamarle sus herencias y con el dinero
que obtuvieron viajaron con sus esposas al extranjero, uno se fue a España pues
era ingeniero y el otro a Chile donde trabajaba de contador de modo que ya no
se comunicaron con él, y así él vivía como si no tuviese hijos, pues nunca más
lo llamaron ni lo visitaron, aunque él, en su infancia, trabajo duro para
darles de todo, comida ,ropa, estudios, casa, diversiones; pero ellos no
valoraron su esfuerzo e incluso le culpaban de que su madre enfermara, pues le
decían que la había tenido olvidada por dedicarse a trabajar tanto.
Y así Silverio por cosa
del destino, se quedó completamente solo, en el pedazo de casa que le
correspondía (pues las otras partes sus hijos la tomaron de herencia y las habían
vendido para viajar al extranjero) y así, debido al demonio de la soledad y la
pena de no tener esposa y de que los hijos no venían a verlo, se entregó al
vicio del alcohol, por lo que despilfarró su dinero e incluso hipotecó su casa
para luego perderla por motivos de las deudas.
Silverio entonces luego
que embargaron su casa, se quedó en la calle y como tenía que buscar un lugar
donde dormir, se fue a un distrito pobre
de Lima, subió a un cerro y plantó su casa de madera, plástico y cartones
viejos, pero para su mala suerte, los pobladores de la asociación lo querían
desalojar pero los vecinos al ver que era un pobre anciano solo, le apoyaron, y
se quedó a vivir en un espacio pequeño de tierra.
Allí vivía con su perro
Tato, quien todas las mañanas se
levantaba con él para ir a vender su pequeña mercadería en el paradero de
carros de la línea 76 (había escogido esa línea, porque había mucha gente allí
para poder vender sus productos)
Tato, su perro, siempre
estaba junto a él cuando vendía sus bolsas y servilletas. Era su fiel guardián
y durante la noche lo escoltaba o se adelantaba para señalarle el camino pues
por la edad Silverio ya no veía bien y temía perderse, pues el camino a su casa
era largo y tenía que caminar un buen
trecho y en ese desvío en él que no había luz, se guiaba por el perro
que era de color blanco y usaba además su bastón para sentir alguna piedra que
hubiese por allí y no tropezarse. Allí luchaba con la muerte, pues los carros
le pasaban al ras, pues no había vereda y tenía que caminar necesariamente por
la pista, todos los días, para llegar a su hogar.
La vida de Silverio era
muy triste, pues llegaba a su casa y no tenía luz, se alumbraba con una vela y
conversaba solo con su perro y muchas veces hablaba consigo mismo. Nunca
celebraba su cumpleaños y a veces lloraba en la soledad de su hogar, recordando
a sus hijos que vivían en buenas condiciones en el extranjero y tenían buenos
trabajos. “La vida es así, a veces muy ingrata y salada”, se decía así mismo.
Un día se enfermó de
una gripe muy fuerte y no podía levantarse de su cama por estar con una fiebre
muy alta y se quedó en sus casa sin desayunar hasta las doce del día y sintió
hambre pero como ese día no había trabajado, no tenía para su almuerzo, así que
cogió unos plátanos que ya estaban medio malogrados en su mesa y se los comió
con avidez. Estaba muy débil y al sentir unos mareos regresó a su cama. Sentía que la fiebre le
subía y subía y solo atinaba a mojar un trapo sucio y ponérselo en la frente, pero
no le pasaba la fiebre y comenzó a agitarse y luchar con la enfermedad y de
tanto cansancio que le generó esto se quedó dormido.
Estaba durmiendo en su vieja cama, cuando oyó una
voz en la puerta:
— ¡Señor
Silverio, señor Silverio, abra!
—Soy su vecino
Mauricio, acá estoy con un señor que quiere hablar con usted urgente, ¡abra por
favor!
Y Silvino se despertó
pero como se sentía muy débil no se levantó, sino que preguntó:
— ¡Mauricio, vecino
querido, estoy enfermo con fiebre!, ¡dígale que venga otro día!
Pero su amigo insistía
en que viese al personaje que lo buscaba:
— ¡Es urgente hermano, abre por favor! - le
dijo su vecino.
— Está bien, un ratito,
ahora abro.
Y se levantó, se puso
sus sandalias y fue abrir la puerta y al
ver a su amigo Mauricio con otra persona que le recordaba no sabía por
qué a uno de su hijos, le dijo: ¡amigo Mauricio!, ¿Quién es ese señor?, y ¿por
qué me tocas así la puerta tan insistente?
Mauricio le dijo:
—Amigo, ¡él es tu hijo
menor que ha venido a verte!, ha llegado de España y quiere conversar contigo.
Al oír el nombre de su
hijo Silverio se impresionó tanto, que su corazón comenzó a latir muy fuerte y
sus ojos se le desorbitaron por la emoción, pero Fabio, su amigo, le tranquilizó y le dijo: tranquilo hermano que
los milagros existen. Tienes que ponerte bien para recibir a tu hijo, y
Silverio se calmó un poco tomó aire y extendió los brazos para abrazar a su hijo Cristóbal que venía de
España a verlo.
Cristóbal por su parte,
estaba feliz y emocionado también de verlo, así que le correspondió el gesto y
ambos se confundieron en un largo y
efusivo abrazo. La vida le devolvía a Silverio la alegría que le había
arrebatado, al no poder ver a sus hijos. Hoy al menos, uno se había acordado de
él y eso era suficiente para agradecer al cielo este gran milagro, pues ya
habían pasado diez años sin que supiese nada de e ellos.
— ¡Viejo querido cómo
estás!, me acordé de ti ayer que fue mi
cumpleaños y vino a mi mente muchos recuerdos de la infancia en que tú siempre me celebrabas los cumpleaños
de niño y te desvivías por comprarme una torta y trabajabas horas extras para
los bocaditos, gaseosas y comida y me
entró la nostalgia y agarré el primer avión que pude, llegué al Perú, pregunté
por ti por todos lados y aquí me tienes, contigo padre.
Silverio, mientras lo
abrazaba, lloraba de emoción. Ahora sí que se sentía bien pagado. Estar con su
hijo le hacía olvidar esas humillaciones que tenía que soportar en su venta de
plásticos y descartables en el paradero. Nada eran, el frío, el hambre que
muchas veces tuvo que pasar; pues para un padre, no hay mayor alegría que ver a
sus hijos a su lado.
Luego de saludarse
efusivamente, Cristóbal le dice:
—Padre, ¿cómo puedes
estar viviendo así, mientras yo vivo muy acomodado en el extranjero?, ¡perdóname
por haberte abandonado tanto tiempo!, es que andaba muy ocupado con mi trabajo
y mi familia, con mis hijos, que a propósito son dos, y me gustaría que los
conozcas, son tus nietos, padre.
Y Silverio muy
contrariado le dice:
¡Pero hijo, ir a verlos
cuesta mucha plata y yo no tengo.
Y su hijo replicó:
— ¡No padre, tú no
gastarás nada, yo te llevaré!
Y Silverio loco de
alegría exclamó derramando algunas lágrimas:
— ¡Ay hijo mío, cuánto
he esperado este momento!, ¡cuánto pedía Dios verte antes de morir!
Gracias hijito. Pero no creo que pueda
viajar, tengo la presión muy alta y ando medio enfermo.
— ¡Pero qué dices
padre!, eso de la presión se controla. Ahora mismo te te llevaré con el mejor
médico de Perú y con tus pastillas y sus indicaciones del médico, nos vamos a
España. Vivirás conmigo, con tu nuera y tus nietos.
Al escuchar estas
palabras, Silverio estallaba de emoción. Moriría en paz y feliz al lado de su
hijo, cómo lo había soñado siempre.
Y de este modo, el hijo
lleva al médico al padre, le dan su medicación
y tratamiento y se lo lleva al aeropuerto rumbo a España.
Pero antes Silverio le
pide que lleven a su perro a la casa de
una vecina para que lo cuiden pues había sido su amigo fiel de años y no podía
dejarlo abandonado y su hijo aceptó y dejó también a la vecina dinero para su
alimentación y se comprometió enviar de España algún dinero para su comida y
cuidados.
Silverio en el avión se
sentía como un niño, miraba todo el
interior y por la ventana también; nunca
había subido a un avión, le daba un poco de miedo, pero el hecho de estar cerca
de su hijo disipaba todo temor.
Fueron horas de vuelo
en que conversaron padre e hijo de sus pericias como vendedor ambulante, de las
necesidades que había pasado, del largo camino a su casa que todos los días
debía surcar de noche, acompañado de su perro y como temía ser atropellando en
esa curva pegada a la pista y poco iluminada.
Cristóbal, escuchaba
atentamente a su padre y en su interior, sentía algo de remordimiento por haber
dejado abandonado a su padre, tantos años. Pero estaba dispuesto a resarcir el
daño, llevándola vivir consigo, para hacerlo feliz, los últimos días de su
vida.
Y Silverio estaba muy
contento. Jamás había soñado poder volver a su hijo y menos conocer a sus
nietos y sacando un crucifijo que llevaba en el bolsillo, lo besó, en señal de
agradecimiento a Dios.
Autora: Edith Elvira
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