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lunes, 27 de enero de 2020

LA HISTORIA DE SILVERIO


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LA HISTORIA DE SILVERIO

Silverio como todas las tardes, regresaba a las siete de la noche de un paradero de microbuses, donde vendía bolsas plásticas, papel higiénico y servilletas. Era de avanzada edad pero debía trabajar duro para sobrevivir pues vivía solo y no tenía quien vele por él.

Trabajaba de comerciante ambulante. Se ponía un poco de mercadería en la espalda y la otra parte de mercadería en la mano izquierda y con la derecha sostenía su bastón que le servía de apoyo y se ponía a ofrecer su mercadería: a los transeúntes, a los choferes de los carros, a los restaurantes. Pero muchas veces era ignorado, maltratado o confundido con un delincuente por tener una apariencia un poco descuidada y humilde: vestía un pantalón añejo que le quedaba ya muy alto, una chompa gris rota y unos zapatos viejos que  no tenían pasadores que además de tener ya muchas rajaduras, estaban empolvados, pues en el camino a su casa había lugares de tierra que debería cruzar, además que vivía en lo alto de un cerro donde el piso era de tierra y polvo.

Luego de terminar con la venta de sus productos, todos los días, a las siete de la noche se dirigía a su humilde casa que quedaba muy lejos en el cerro. Para llegar allí, debería caminar un largo trecho y así iba por toda la avenida caminando.

Se le veía tan solitario y huérfano con sus bolsas, solo lo acompañaba  su fiel perro Tato quien iba delante marcándole el camino.
Cruzaba un largo y viejo terreno abandonado, luego, un paradero de motos, después un grifo y luego cruzaba un peligroso desvío en forma de “u” que era un cerro de tierra que sobresalía en la pista por el que  cruzaba por el borde con mucho cuidado pues allí no había vereda y los carros pasaban a velocidad con riesgo de arrollarlo y para colmo esa zona era muy oscura.

Su silueta apenas se veía, por la falta de iluminación, cuando cruzaba esa parte rocosa,  y al terminar de cruzarla, guiado por su perro y acompañado de su bastón, su figura se iba perdiendo, pero él seguía su camino al dar la vuelta de ese desvío peligroso guiado por su perro, hasta llegar a la pequeña choza en un cerro alto donde vivía al lado de su fiel perro. Allí comía en solo, allí pasaba sus penas solo, allí la soledad le calaba los huesos. Miles de pensamientos de suicido también le rondaban como perros rabiosos.

Pero Silverio no fue siempre pobre, ni fue siempre una persona solitaria.
Él hace muchos años tuvo una esposa que lo trataba con amor y dos hijos varones que él amaba con devoción y además tenía un buen  trabajo como empleado de un negocio de imprenta, pero desde que su esposa cayó enferma con un cáncer terminal, su vida tranquila y feliz, había cambiado radicalmente. Ya no sonreía como antes, tenía que atender a su esposa, tenía que trabajar en otro lado para comprarle las medicinas.

De otro lado sus hijos a quienes había dado buena educación se volvieron un poco huraños, lo primero que hicieron cuando su madre murió, fue reclamarle sus herencias y con el dinero que obtuvieron viajaron con sus esposas al extranjero, uno se fue a España pues era ingeniero y el otro a Chile donde trabajaba de contador de modo que ya no se comunicaron con él, y así él vivía como si no tuviese hijos, pues nunca más lo llamaron ni lo visitaron, aunque él, en su infancia, trabajo duro para darles de todo, comida ,ropa, estudios, casa, diversiones; pero ellos no valoraron su esfuerzo e incluso le culpaban de que su madre enfermara, pues le decían que la había tenido olvidada por dedicarse a trabajar tanto.

Y así Silverio por cosa del destino, se quedó completamente solo, en el pedazo de casa que le correspondía (pues  las otras partes  sus hijos la tomaron de herencia y las habían vendido para viajar al extranjero) y así, debido al demonio de la soledad y la pena de no tener esposa y de que los hijos no venían a verlo, se entregó al vicio del alcohol, por lo que despilfarró su dinero e incluso hipotecó su casa para luego perderla por motivos de las deudas.

Silverio entonces luego que embargaron su casa, se quedó en la calle y como tenía que buscar un lugar donde  dormir, se fue a un distrito pobre de Lima, subió a un cerro y plantó su casa de madera, plástico y cartones viejos, pero para su mala suerte, los pobladores de la asociación lo querían desalojar pero los vecinos al ver que era un pobre anciano solo, le apoyaron, y se quedó a vivir en un espacio pequeño de tierra.

Allí vivía con su perro Tato, quien todas las  mañanas se levantaba con él para ir a vender su pequeña mercadería en el paradero de carros de la línea 76 (había escogido esa línea, porque había mucha gente allí para poder vender sus productos)

Tato, su perro, siempre estaba junto a él cuando vendía sus bolsas y servilletas. Era su fiel guardián y durante la noche lo escoltaba o se adelantaba para señalarle el camino pues por la edad Silverio ya no veía bien y temía perderse, pues el camino a su casa era largo y tenía que caminar un buen  trecho y en ese desvío en él que no había luz, se guiaba por el perro que era de color blanco y usaba además su bastón para sentir alguna piedra que hubiese por allí y no tropezarse. Allí luchaba con la muerte, pues los carros le pasaban al ras, pues no había vereda y tenía que caminar necesariamente por la pista, todos los días, para llegar a su hogar.

La vida de Silverio era muy triste, pues llegaba a su casa y no tenía luz, se alumbraba con una vela y conversaba solo con su perro y muchas veces hablaba consigo mismo. Nunca celebraba su cumpleaños y a veces lloraba en la soledad de su hogar, recordando a sus hijos que vivían en buenas condiciones en el extranjero y tenían buenos trabajos. “La vida es así, a veces muy ingrata y salada”, se decía así mismo.

Un día se enfermó de una gripe muy fuerte y no podía levantarse de su cama por estar con una fiebre muy alta y se quedó en sus casa sin desayunar hasta las doce del día y sintió hambre pero como ese día no había trabajado, no tenía para su almuerzo, así que cogió unos plátanos que ya estaban medio malogrados en su mesa y se los comió con avidez. Estaba muy débil y al sentir unos mareos  regresó a su cama. Sentía que la fiebre le subía y subía y solo atinaba a mojar un trapo sucio y ponérselo en la frente, pero no le pasaba la fiebre y comenzó a agitarse y luchar con la enfermedad y de tanto cansancio que le generó esto se quedó dormido.

Estaba  durmiendo en su vieja cama, cuando oyó una voz en la puerta:
 — ¡Señor  Silverio, señor Silverio, abra!

—Soy su vecino Mauricio, acá estoy con un señor que quiere hablar con usted urgente, ¡abra por favor!

Y Silvino se despertó pero como se sentía muy débil no se levantó, sino que preguntó:

— ¡Mauricio, vecino querido, estoy enfermo con fiebre!, ¡dígale que venga otro día!

Pero su amigo insistía en que viese al personaje que lo buscaba:

 — ¡Es urgente hermano, abre por favor! - le dijo su vecino.

— Está bien, un ratito, ahora abro.

Y se levantó, se puso sus sandalias y fue abrir la puerta y al  ver a su amigo Mauricio con otra persona que le recordaba no sabía por qué a uno de su hijos, le dijo: ¡amigo Mauricio!, ¿Quién es ese señor?, y ¿por qué me tocas así la puerta tan insistente?


Mauricio le dijo:

—Amigo, ¡él es tu hijo menor que ha venido a verte!, ha llegado de España y quiere conversar contigo.

Al oír el nombre de su hijo Silverio se impresionó tanto, que su corazón comenzó a latir muy fuerte y sus ojos se le desorbitaron por la emoción, pero Fabio, su amigo, le  tranquilizó y le dijo: tranquilo hermano que los milagros existen. Tienes que ponerte bien para recibir a tu hijo, y Silverio se calmó un poco tomó aire y extendió los brazos  para abrazar a su hijo Cristóbal que venía de España a verlo.

Cristóbal por su parte, estaba feliz y emocionado también de verlo, así que le correspondió el gesto y ambos se confundieron en un  largo y efusivo abrazo. La vida le devolvía a Silverio la alegría que le había arrebatado, al no poder ver a sus hijos. Hoy al menos, uno se había acordado de él y eso era suficiente para agradecer al cielo este gran milagro, pues ya habían pasado diez años sin que supiese nada de e ellos.

— ¡Viejo querido cómo estás!, me acordé de ti  ayer que fue mi cumpleaños y vino a mi mente muchos recuerdos de  la infancia en  que tú siempre me celebrabas los cumpleaños de niño y te desvivías por comprarme una torta y trabajabas horas extras para los bocaditos,  gaseosas y comida y me entró la nostalgia y agarré el primer avión que pude, llegué al Perú, pregunté por ti por todos lados y aquí me tienes, contigo padre.

Silverio, mientras lo abrazaba, lloraba de emoción. Ahora sí que se sentía bien pagado. Estar con su hijo le hacía olvidar esas humillaciones que tenía que soportar en su venta de plásticos y descartables en el paradero. Nada eran, el frío, el hambre que muchas veces tuvo que pasar; pues para un padre, no hay mayor alegría que ver a sus hijos a su lado.

Luego de saludarse efusivamente,  Cristóbal le dice:

—Padre, ¿cómo puedes estar viviendo así, mientras yo vivo muy acomodado en el extranjero?, ¡perdóname por haberte abandonado tanto tiempo!, es que andaba muy ocupado con mi trabajo y mi familia, con mis hijos, que a propósito son dos, y me gustaría que los conozcas, son tus nietos, padre.

Y Silverio muy contrariado  le dice:
¡Pero hijo, ir a verlos cuesta mucha plata y yo no tengo.

Y su hijo replicó:

— ¡No padre, tú no gastarás nada, yo te llevaré!

Y Silverio loco de alegría exclamó derramando algunas lágrimas:

— ¡Ay hijo mío, cuánto he esperado este momento!, ¡cuánto pedía Dios verte antes de morir! Gracias  hijito. Pero no creo que pueda viajar, tengo la presión muy alta y ando medio enfermo.


— ¡Pero qué dices padre!, eso de la presión se controla. Ahora mismo te te llevaré con el mejor médico de Perú y con tus pastillas y sus indicaciones del médico, nos vamos a España. Vivirás conmigo, con tu nuera y tus nietos.

Al escuchar estas palabras, Silverio estallaba de emoción. Moriría en paz y feliz al lado de su hijo, cómo lo había soñado siempre.

Y de este modo, el hijo lleva al médico al padre, le dan su medicación  y tratamiento y se lo lleva al aeropuerto rumbo a España.
Pero antes Silverio le pide que lleven a su perro a la casa  de una vecina para que lo cuiden pues había sido su amigo fiel de años y no podía dejarlo abandonado y su hijo aceptó y dejó también a la vecina dinero para su alimentación y se comprometió enviar de España algún dinero para su comida y cuidados.


Silverio en el avión se sentía como un niño, miraba  todo el interior y  por la ventana también; nunca había subido a un avión, le daba un poco de miedo, pero el hecho de estar cerca de su hijo disipaba todo temor.

Fueron horas de vuelo en que conversaron padre e hijo de sus pericias como vendedor ambulante, de las necesidades que había pasado, del largo camino a su casa que todos los días debía surcar de noche, acompañado de su perro y como temía ser atropellando en esa curva pegada a la pista y poco iluminada.

Cristóbal, escuchaba atentamente a su padre y en su interior, sentía algo de remordimiento por haber dejado abandonado a su padre, tantos años. Pero estaba dispuesto a resarcir el daño, llevándola vivir consigo, para hacerlo feliz, los últimos días de su vida.
Y Silverio estaba muy contento. Jamás había soñado poder volver a su hijo y menos conocer a sus nietos y sacando un crucifijo que llevaba en el bolsillo, lo besó, en señal de agradecimiento a  Dios.

Autora: Edith Elvira Colqui Rojas-Perú-Derechos reservados

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